No se trata tan sólo de una herida que supura deseo y que sosiega a aquellos que la lamen reverentes, o a los estremecidos que la tocan sin estremecimiento religioso, como una prospección de su costumbre, como una cotidiana tarea conyugal; o a los que se derrumban, consumidos, en su concavidad incandescente, después de haber saciado el hambre de la bestia, que exige su ración de carne cruda. No consiste tan sólo en ese triángulo de pincelada negra entre los muslos, contra un fondo de tibia blancura que se ofrece. No es tan fácil tratar de reducirlo al único argumento que se esconde detrás de los trabajos amorosos y de las efusiones de la literatura. El cuerpo no supone un artefacto de simple ingeniería corporal; también es la tarea del espíritu que se despliega sabio sobre el tiempo. El arca que contiene, memoriosa, la alquimia milenaria de la especie. Así que los esclavos del deseo, aunque no lo sospechen, cuando lamen la herida más antigua, cuando palpan