¿Por qué?


Por la mañana, la mayor parte de nosotros se despierta con el sonido de un reloj, enciende la luz eléctrica, activa los sifones y cisternas hidráulicas, abre grifos para el agua fría o caliente, coge alimentos de la nevera, prepara el desayuno usando el gas, la electricidad o el microondas, se coloca las gafas, si las necesita, se pone ropa y zapatos producidos industrialmente, conecta una alarma después de haber cerrado la puerta de casa, desciende a la planta baja o al garaje en un ascensor, se mueve con medios motorizados de todo tipo, trabaja en fábricas y despachos ampliamente automatizados, usa continuamente teléfonos y ordenadores, vive en casas de ladrillos calentadas por radiadores, mira la televisión y va al cine, si no quiere tener hijos usa anticonceptivos, si enferma se hace exámenes médicos o radiológicos, toma píldoras y fármacos, se hace operar y trata de prolongar su vida lo máximo posible de manera artificial.
Por tanto, la mayoría de nosotros debería saber perfectamente que el mundo está regulado por leyes mecánicas, termodinámicas, electromagnéticas, nucleares, químicas y biológicas a las cuales apelamos, directa o indirectamente, de manera constante. Y entonces, ¿por qué una buena parte de nosotros se preocupa por la sal derramada, cambia de dirección si un gato negro se le cruza en la calle, evita pasar por debajo de una escalera apoyada en una pared, toca madera o hace los cuernos si ve un coche fúnebre, conoce su signo del zodíaco, lee y escucha los horóscopos, compra productos de herboristería, practica la homeopatía y la acupuntura, se hace tratar por iridiólogos y sanadores, consulta cartománticos y videntes, cree en los extraterrestres, los ángeles, los demonios, las Vírgenes que lloran y la sangre de san Jenaro, se dirige en peregrinación a Lourdes, Fátima y Pietrelcina, se ilusiona con que las plegarias puedan tener efecto sobre su vida, y destina el 8 % de su renta al Vaticano?
 
 

Elogio de la impertinencia

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