El hijo de Saúl

Hoy voy a hablar de una obra maestra, también de una película incómoda y hasta de una experiencia dura. Todo junto.
La cámara esquiva de Lázsló Nemes nos cuenta una historia algo surrealista en un mundo en el que no conservar la salud mental parece un acto de supervivencia. El dolor, y hasta el hedor, traspasan la pantalla de cine y calan en el espectador. No es posible olvidar esta cinta.
El tema es el de siempre, la barbarie perpetrada por los nazis, la opción formal elegida es novedosa. El plano corto, el desenfoque y el medianamente original planeamiento estético alteran la percepción del guión. Quizá sea el mayor logro del cineasta.
El protagonista, Géza Röhrig, sustenta el trabajo actoral de la cinta, ¡y de qué manera! Sin esos ojos la imagen perdería fuerza.
La sensación que invade al espectador va más allá del obvio sufrimiento, se traduce en la impotencia. Impotencia por no poder evitarlo, impotencia por no ver lo que sucede e impotencia por llegar tarde a diferentes escenas. Si en el arte has de verte reflejado aquí veo yo la misma impotencia que siento ante el horror que golpea a una sociedad, una sociedad que no llega a tiempo a las soluciones.
Sobre la cuestión moral de la actuación de Saúl no voy a pronunciarme, esta película también nos enseña que no es posible la visión global en este tema.
De las posibles interpretaciones sobre el final elijo la optimista. Ningún acto, por brutal que sea y este lo fue en grado sumo, acabará con la esperanza. La sonrisa del protagonista combate la maldad, la presencia del niño la derrota.
Preguntas, silencios y desasosiego al salir de la sala. Arte pues.

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